Catequesis 24. La oración en la vida cotidiana

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis precedente vimos cómo la oración cristiana está “anclada” a la Liturgia. Hoy
destacaremos cómo desde la Liturgia esta vuelve siempre a la vida cotidiana: por las calles, en
las oficinas, en los medios de transporte… Y ahí continúa el diálogo con Dios: quien reza es como
el enamorado, que lleva siempre en el corazón a la persona amada, donde sea que esté.
De hecho, todo es asumido en este diálogo con Dios: toda alegría se convierte en motivo de
alabanza, toda prueba es ocasión para una petición de ayuda. La oración está siempre viva en la
vida, como una brasa de fuego, también cuando la boca no habla, pero el corazón habla. Todo
pensamiento, incluso si es aparentemente “profano”, puede ser impregnado de oración. También
en la inteligencia humana hay un aspecto orante; esta de hecho es una ventana asomada al
misterio: ilumina los pocos pasos que están delante de nosotros y después se abre a la realidad
toda entera, esta realidad que la precede y la supera. Este misterio no tiene un rostro inquietante
o angustiante, no: el conocimiento de Cristo nos hace confiados que allí donde nuestros ojos y los
ojos de nuestra mente no pueden ver, no está la nada, sino que hay alguien que nos espera, hay
una gracia infinita. Y así la oración cristiana infunde en el corazón humano una esperanza
invencible: cualquier experiencia que toque nuestro camino, el amor de Dios puede convertirlo en
bien.
Al respecto, el Catecismo dice: «Aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la Palabra
del Señor y participando en su Misterio Pascual; pero, en todo tiempo, en los acontecimientos
de cada día, su Espíritu se nos ofrece para que brote la oración. […] El tiempo está en las manos
del Padre; lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy» (n. 2659). Hoy encuentro
a Dios, siempre está el hoy del encuentro.
No existe otro maravilloso día que el hoy que estamos viviendo. La gente que vive siempre
pensando en el futuro: “Pero, el futuro será mejor…”, pero no toma el hoy como viene: es gente
que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es
concreto. Y la oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy, este hoy que estamos
viviendo. Y es la oración que transforma este hoy en gracia, o mejor, que nos transforma:
apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar. En algún
momento nos parecerá que ya no somos nosotros los que vivimos, sino que la gracia vive y obra
en nosotros mediante la oración. Y cuando nos viene un pensamiento de rabia, de descontento,
que nos lleva hacia la amargura. Detengámonos y digamos al Señor: “¿Dónde estás? ¿Y dónde
estoy yendo yo?” Y el Señor está ahí, el Señor nos dará la palabra justa, el consejo para ir
adelante sin este zumo amargo del negativo. Porque la oración siempre, usando una palabra
profana, es positiva. Siempre. Te lleva adelante. Cada día que empieza, si es acogido en la
oración, va acompañado de valentía, de forma que los problemas a afrontar no sean estorbos a
nuestra felicidad, sino llamadas de Dios, ocasiones para nuestro encuentro con Él. Y cuando uno
es acompañado por el Señor, se siente más valiente, más libre, y también más feliz.
Por tanto, recemos siempre por todo y por todos, también por los enemigos. Jesús nos ha
aconsejado esto: “Rezad por los enemigos”. Recemos por nuestros seres queridos, pero también
por aquellos que no conocemos; recemos incluso por nuestros enemigos, como he dicho, como a
menudo nos invita a hacer la Escritura. La oración dispone a un amor sobreabundante. Recemos
sobre todo por las personas infelices, por aquellos que lloran en la soledad y desesperan porque
todavía haya un amor que late por ellos. La oración realiza milagros; y los pobres entonces
intuyen, por gracia de Dios, que, también en esa situación suya de precariedad, la oración de un
cristiano ha hecho presente la compasión de Jesús: Él de hecho miraba con gran ternura a la
multitud cansada y perdida como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). El Señor es – no lo olvidemos –
el Señor de la compasión, de la cercanía, de la ternura: tres palabras para no olvidar nunca.
Porque es el estilo del Señor: compasión, cercanía, ternura.
La oración nos ayuda a amar a los otros, no obstante sus errores y sus pecados. La persona
siempre es más importante que sus acciones, y Jesús no ha juzgado al mundo, sino que lo ha
salvado. Es una vida fea la de las personas que siempre están juzgando a los otros, siempre
están condenando, juzgando: es una vida fea, infeliz. Jesús ha venido a salvarnos: abre tu
corazón, perdona, justifica a los otros, entiende, también tú sé cercano a los otros, ten compasión,
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ten ternura como Jesús. Es necesario querer a todos y cada uno recordando, en la oración, que
todos somos pecadores y al mismo tiempo amados por Dios uno a uno. Amando así este mundo,
amándolo con ternura, descubriremos que cada día y cada cosa lleva escondido en sí un
fragmento del misterio de Dios.
Escribe el Catecismo: «Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los
secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las
bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya
en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes
situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor
compara el Reino» (n. 2660).
El hombre —la persona humana, el hombre y la mujer— es semejante a un soplo, como la hierba
(cf. Sal 144,4; 103,15). El filósofo Pascal escribía: «No es necesario que el universo entero se
arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo»[1]. Somos seres frágiles,
pero sabemos rezar: esta es nuestra dignidad más grande, también es nuestra fortaleza. Valentía.
Rezar en cada momento, en cada situación, porque el Señor está cerca de nosotros. Y cuando
una oración es según el corazón de Jesús, obtiene milagros.
[1] Pensamientos, 186.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Mañana celebramos la fiesta de Nuestra
Señora de Lourdes, patrona de los enfermos. Pidamos por su intercesión que el Señor conceda la
salud del alma y cuerpo a todos los que sufren a causa de alguna enfermedad y de la actual
pandemia, y fortalezca a quienes los asisten y los acompañan en este tiempo de prueba que
atraviesan en sus vidas. Que Dios los bendiga a todos.
LLAMAMIENTO

  1. Expreso mi cercanía a las víctimas de la calamidad ocurrida hace tres días en el norte de la
    India, donde parte de un glaciar se desprendió provocando una violenta inundación, que destruyó
    dos centrales eléctricas en construcción. Rezo por los trabajadores difuntos y por sus familiares, y
    por todas las personas heridas y dañadas.
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  2. En Extremo Oriente y en varias partes del mundo, el próximo viernes 12 de febrero muchos
    millones de hombres y mujeres celebrarán el fin de año lunar. A todos ellos y a sus familias deseo
    enviar mi cordial saludo, junto al deseo de que el nuevo año traiga frutos de fraternidad y
    solidaridad. En este momento particular, en el cual son fuertes las preocupaciones para afrontar
    los desafíos de la pandemia, que toca no solo el físico y el alma de las personas, sino que influye
    también en las relaciones sociales, formulo el deseo de que cada uno pueda gozar de buena
    salud y serenidad de vida. Mientras invito, finalmente, a rezar por el don de la paz y de todos los
    demás bienes, recuerdo que estos se obtienen con bondad, respeto, amplitud de miras y valentía,
    sin olvidar nunca tener un cuidado preferencial hacia los más pobres y los más débiles.
    Resumen leído por el Santo Padre en español
    Queridos hermanos y hermanas:
    Reflexionamos hoy sobre la oración en la vida cotidiana. El que reza es como un enamorado:
    lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya. Por eso, podemos rezar en
    cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con
    palabras o en el silencio de nuestro corazón. Incluso un pensamiento aparentemente “profano”
    puede estar impregnado de oración. El Espíritu del Señor siempre se nos ofrece para que brote el
    diálogo con Él.
    La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la
    fuerza de perdonar. En la oración se nos concede la gracia para afrontar cada día con esperanza
    y valentía, como llamadas de Dios y ocasiones para encontrarnos con Él. Además, la oración nos
    ayuda a amar a los demás, conscientes de que todos somos pecadores y, al mismo tiempo,
    amados personalmente por el Señor. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra
    mayor dignidad.
    Por tanto, recemos por todo y por todos: por nuestros seres queridos, y también por las personas
    que no conocemos, incluso por nuestros enemigos. Recemos especialmente por los que más
    sufren a causa del dolor y la enfermedad, de la soledad y la precariedad. Rezando y amando así
    este mundo, amándolo con compasión y ternura, como Jesús, descubriremos que cada día lleva
    escondido en sí un fragmento del misterio de Dios.

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